Una vida

  Hace un tiempo, en un taller de escritura en el que ademàs de palabras encontré gente maravillosa, unas imágenes anónimas llevaron a inventar vidas. Siempre me ha gustado imaginar vidas... Un ejemplo.


    Silverio Fuertes tiene ya 90 años y con un golpe de suerte y si evita la gripe, que tiene claro que es la enemiga de todos los que han sido sus compañeros de tute, llegará al siglo. Sus hijos creen realmente que va  a celebrar los cien años, porque si de algo se enorgullecen todos y cada uno de ellos es de la salud de toro de su padre, que con sus años todavía cuida la huerta, pasea con los perros y bebe un orujo diario, que como Silverio dice, le entona el cuerpo.
         Silverio nació en la aldea. Cuando cumplió ocho años, llegó un maestro a quedarse y con mucha paciencia fue convenciendo a todas las mujeres para que le enviaran por unas horas a los niños. Así que, cuando ya había hecho sus tareas, se lavaba con cuidado manos y orejas, se calzaba unos chanclos y se llegaba a la escuela. En invierno, alrededor de una estufa que se alimentaba de la madera que llevaban algunos padres, aprendió a leer despacito y a contar palotes. Lo que más le gustaba era oír a don Matías hablar del mundo más allá de la aldea y cuando se acostaba, pegado a su hermano más pequeño para ganar algún grado, soñaba con viajar y ver otros pueblos. Pero nunca fue más allá de la capital.
          Silverio trabajó duro y se casó con la niña con trenzas prietas, que le había traído por la calle de la amargura desde que llevaba pantalón corto. Así la siguió viendo,  hasta que una neumonía se la llevó al otro barrio y lo dejó más solo que la una en una casa grande, que ya no tenía hijos que la ocuparan y poco ganado que cuidar, porque Maruja ya hacía años que había ido convenciéndole para que se fuera deshaciendo de todos los bichos, que ellos ya estaban mayores y no necesitaban tanto, y los hijos ya no querían la leche, que ahora la compraban en los supermercados porque había más higiene. Y Silverio soltaba una carcajada, medio irónica, medio triste. Higiene. Y no querían lechugas, ni tomates, ni cebollas tiernas, porque todo viene en bolsa, padre, y no se estropea tan pronto. Y otra carcajada.
         Aunque insisten en que pase temporadas con ellos, él se niega. Su casa es su casa. Esas habitaciones tienen colchas de ganchillo que tejió Maruja, y esas banquetas las hizo él con sus propias manos el invierno que nevó tanto, que no podía faenar fuera de casa todo lo que quería y aquella mujer terca como una mula le daba tareas en la casa, porque la volvía loca caminando de cuarto en cuarto como una fiera enjaulada, que ya decía el párroco que el hombre si no tiene quehacer...
       Así que espera sus visitas con ganas, pero también está deseando que se vayan a sus casas, a sus ciudades llenas de prisas, y se levanta cuando el gallo del vecino quiere, se calienta el café de pota (la cafetera que le han regalado por Reyes hace un café que no sabe a nada) y saca a los perros, que él siempre ha sido amigo de perros en casa, que espantan visitas no deseadas y dan calor en la cama, que ahora que Maruja ya no está, los deja subirse con él, y así no se siente tan solo.

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