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    Tiene más de ochenta años y es muy guapa. Los años y las arrugas dan belleza a algunas mujeres. Aunque quizás lo que más las embellece sea la dignidad.      Lleva el pelo corto y ahuecado. Los viernes va a la peluquería del barrio. Podría ir cualquier día porque su tiempo le pertenece pero así el domingo está curiosa para la misa de doce, que ya se sabe que la gente se fija todavía en esas cosas. El resto de la semana se pone esos tubitos que le alejan el escaso pelo teñido de castaño del cuero cabelludo. ¡ Ay, si algunas ideas pudieran alejarse de su cabeza con la misma facilidad!       Viste de azul marino, que no de negro. Y en la silla vacía a su derecha ha dejado un bolso beige, bueno, de esos de marca,  que ya dicen sus hijos que bien lo merece. Se juntaron para comprárselo como se juntan ahora para celebrar lo que sea, cuando la prisa les deja.       Ha llegado y ha pedido un café con leche. Ha pedido el periódico de la casa y se ha quitado la gabardina, para

La Campera

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     Los sábados tocaba subir. Subir,  porque la carretera serpenteaba y giraba mil veces siempre hacia arriba. Es curioso: creo que en aquel trayecto, a pesar de la frecuencia con la que me pasaba, nunca me mareé.  Y dos o tres curvas eran y aún son , a pesar de los años y las perspectivas de adultos que acaban con todo recuerdo romántico,  peliagudas. Unos metros de recta dejaban adivinar el final del viaje y el encuentro con ellas:las mujeres de mi familia paterna.      Me rodean las mujeres fuertes.  O más fuertes. Mujeres con vidas duras y pocas alegrías fáciles; mujeres que se curraron la felicidad a base de muchas lágrimas,  viudedades y pérdidas tempranas de hijos, de padres, de apoyos. Mujeres que decidieron por sí mismas y se pusieron como peineta los qué dirán. Mujeres cansadas y menudas, llenas de sol del que abrasa cuando se trabaja desde el amanecer hasta que las piernas varicosas ya no aguantan más.      Y las mujeres de mi familia paterna son especímenes en ex

SOLO

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    Hace un tiempo que pasea solo. Da una vuelta a la manzana. Cuando se siente con más ganas y le sobran minutos se aventura una manzana más.      Las manos a la espalda, cruzados los dedos sobre algún trocito de papel que ha doblado mil veces y que aprieta con las uñas. Antes, cuando los paseos eran más largos y llegaban a sentarse al parque, cortaba alguna hoja de un seto verde perenne y ella le recriminaba a la vuelta que siempre llevaba las huellas de los dedos sucias. Y él se encogía de hombros.    Hace un tiempo que pasea solo y en su lento caminar va observándolo todo. Se detiene a leer las ofertas de la carnicería nueva y le sorprenden la de platos que ya se venden medio hechos. Mira dentro de los bares de barrio, estrechos, sin apenas más sillas que las que permiten apoyar codos y vidas cansadas en la barra. No se permite ni una pinta. Que se conoce.     Algunas mañanas se encuentra a un vecino de antes, de cuando en el barrio se llevaba eso de hablar con el vecindari

La ría

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     Él quería ser doctor como don Julián. Cuando todos en el pueblo calzaban madreñas y zapatillas, aquel hombre pulido y repeinado llevaba zapatos de cordones, lustrosos, nuevos. Hablaba sin acento y se limpiaba las comisuras de los labios con un pañuelo de hilo que le asomaba tímido por el bolsillo.     Estudia mucho, le decía doña Rosario cada mañana en la escuela. Y él se esforzaba tanto que le dolían los ojos de leer una y otra vez su única enciclopedia.      Acabará ciego y no le servirá de nada en la mar, al señoritingo este, refunfuñaba su viejo, mirándole de reojo las manos de piel aún sin curtir, cuando alguna mañana coincidían en tiempo y espacio compartiendo un café con leche oscuro y amargo.      La mujer callaba y por dentro rogaba un futuro mejor para aquel niño de pelo negro, mientras ahorraba monedas en un bote de conservas con una etiqueta desteñida junto a la caja que atesoraba un vestido de novia anticuado y mucha ilusión vieja.     Un verano lluvioso

Leyendo

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     Acababa de jubilarse cuando decidieron que era el momento de operarse de cataratas. Le daba pánico. Es lo que suele pasarle a aquellos que nunca han estado enfermos. Los hospitales, aunque sea para asuntos rutinarios dan un cierto repelús.       Tras unos días de cabeza rígida y pasó vacilante, descubrió que llevaba años sin ver. La luz adquirió brillo y los colores surgieron de golpe y porrazo. Y de pronto las letras se mostraron con nitidez. Y empezó a leer.       Al principio, con vergüenza y lentitud. Es lo que tiene la falta de hábitos. Después,  cogió carrerilla y se lanzó a la novela.      De ahí a convencerla para que visitara la biblioteca no hubo un paso ni fue fácil.  Muchos años de ignorancia llevan a pensar que hay un mundo no reservado para algunos. Pero el tesón o la cabezonería de los nietos pudo con sus sonrojos.      Gracias a la pasión que sienten las personas de buen hacer por su trabajo, la bibliotecaria, joven y menuda de cuerpo pero no de lecturas

La dote y el ajuar

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        He mudado la cama de la niña esta mañana. Ha elegido las sábanas blancas de algodón. Son unas sábanas heredadas. Unas sábanas que le encantan porque son frescas, no les salen bolitas,  y cuando están recién planchadas, la sensación al rodearse con ellas es tan sumamente agradable...     Esas sábanas tienen tranquilamente 70 años. Si no tienen algunos más. Tienen bordadas dos iniciales,  barrocas, recargadas, rodeadas de flores. Son una A y una V. La A es de Alfredo; la V de Virginia.        Eran mis tíos abuelos, aunque ejercieron siempre de abuelos sin más.  Él, alto, delgado, con mala vista porque el plumín  de un compañero de colegio, allá por los años 20 fue a parar a su ojo y le hizo depender para siempre de unas gafas de pasta oscura y cristal grueso. Ella, pequeñita y regordeta, con una sonrisa eterna y una risa contagiosa. No podían ser más buenos, porque ellos habían inventado la bondad y a partir de ellos sólo se daban imitaciones, que no digo que no estuvi

LOS NIÑOS Y EL CINE. EL CINE Y LOS NIÑOS.

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       Sigo con Nuestra casa en el árbol . Hay libros que se dejan exprimir hasta extremos insospechados y eso le pasa a este.         Michael, uno de los niños de este canto de amor a la infancia, es un cinéfilo empedernido. Es disléxico y odia el colegio porque no le aporta nada. Porque es un niño con inquietudes, listo como el hambre y con una capacidad alucinante para argumentar y debatir. El cine le sirve para aprender, para comunicarse, para crear teorías, para formar una personalidad que Lea Vélez ha confeccionado con mimo y supongo que con retazos de biografía.       Por supuesto, y por necesidades del guión (lo siento, pero "guion" a la RAE no me gusta y yo como J.R. Jiménez me permito mis licencias), su tutora y profesora es insoportable y bastante obtusa. Ana, la madre de Michael y alter ego de @leavelez, entiendo, se justifica: "Ya, pues siento no ser más colaboradora, pero es que yo lo que quiero es animar su imaginación, no coartarla. Necesito