La ría



     Él quería ser doctor como don Julián. Cuando todos en el pueblo calzaban madreñas y zapatillas, aquel hombre pulido y repeinado llevaba zapatos de cordones, lustrosos, nuevos. Hablaba sin acento y se limpiaba las comisuras de los labios con un pañuelo de hilo que le asomaba tímido por el bolsillo.
    Estudia mucho, le decía doña Rosario cada mañana en la escuela. Y él se esforzaba tanto que le dolían los ojos de leer una y otra vez su única enciclopedia. 
    Acabará ciego y no le servirá de nada en la mar, al señoritingo este, refunfuñaba su viejo, mirándole de reojo las manos de piel aún sin curtir, cuando alguna mañana coincidían en tiempo y espacio compartiendo un café con leche oscuro y amargo. 
    La mujer callaba y por dentro rogaba un futuro mejor para aquel niño de pelo negro, mientras ahorraba monedas en un bote de conservas con una etiqueta desteñida junto a la caja que atesoraba un vestido de novia anticuado y mucha ilusión vieja.
    Un verano lluvioso y más frío de lo habitual lo obligó a abandonar sus novelas de aventuras  y a acarrear cajas de madera añosa, llenas de astillas que le dejaban rastros en los dedos y que al resguardo de la cocina su madre sacaba con una aguja y limpiaba con alcohol. Fue un verano sin saltos desde el puente a la ría. Un verano eterno de madrugadas y dolor de hombros por sujetar maromas. Sesenta días de olor a pescado fresco que le noquearon la pituitaria y el alma para esa vida y la siguiente. Dos meses de gritos y silencios, de mira el marquesito y no tienes lo que hay que tener y ya te diré yo cómo es esto de vivir, tanta madre, tanta madre.

    El último día de agosto aquel hombretón descreído y sin sueños se atrevió a agorar un futuro. 
    En la cocina, la madre dobló en cuatro el trapo con el que secaba los tazones del café, cerró los ojos y se juró que esta vez no.

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