Leyendo
Acababa de jubilarse cuando decidieron que era el momento de operarse de cataratas. Le daba pánico. Es lo que suele pasarle a aquellos que nunca han estado enfermos. Los hospitales, aunque sea para asuntos rutinarios dan un cierto repelús.
Tras unos días de cabeza rígida y pasó vacilante, descubrió que llevaba años sin ver. La luz adquirió brillo y los colores surgieron de golpe y porrazo. Y de pronto las letras se mostraron con nitidez. Y empezó a leer.
Al principio, con vergüenza y lentitud. Es lo que tiene la falta de hábitos. Después, cogió carrerilla y se lanzó a la novela.
De ahí a convencerla para que visitara la biblioteca no hubo un paso ni fue fácil. Muchos años de ignorancia llevan a pensar que hay un mundo no reservado para algunos. Pero el tesón o la cabezonería de los nietos pudo con sus sonrojos.
Gracias a la pasión que sienten las personas de buen hacer por su trabajo, la bibliotecaria, joven y menuda de cuerpo pero no de lecturas, dejó que ella le contara: historias de familias, por favor, de esas largas y llenas de problemas y amores y lágrimas y vida.
Estrenó un carnet de cartón rosa que llevó siempre con cuidado en la cartera y cada quince días, con precisión inglesa y de colegio de monjas de una infancia ya muy lejana, visitó aquella sala pequeña y atiborrada de libros y se llevó a su sofá granate mil historias familiares.
En los últimos tiempos y con la cabeza dispersa y los recuerdos esquivos, seguía pidiendo novelas. Ya no había concentración en la lectura y las hojas pasaban sin ser leídas pero le daba consuelo sentirse arropada por un libro.
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