La Campera


     Los sábados tocaba subir. Subir,  porque la carretera serpenteaba y giraba mil veces siempre hacia arriba. Es curioso: creo que en aquel trayecto, a pesar de la frecuencia con la que me pasaba, nunca me mareé.  Y dos o tres curvas eran y aún son , a pesar de los años y las perspectivas de adultos que acaban con todo recuerdo romántico,  peliagudas. Unos metros de recta dejaban adivinar el final del viaje y el encuentro con ellas:las mujeres de mi familia paterna. 

    Me rodean las mujeres fuertes.  O más fuertes. Mujeres con vidas duras y pocas alegrías fáciles; mujeres que se curraron la felicidad a base de muchas lágrimas,  viudedades y pérdidas tempranas de hijos, de padres, de apoyos. Mujeres que decidieron por sí mismas y se pusieron como peineta los qué dirán. Mujeres cansadas y menudas, llenas de sol del que abrasa cuando se trabaja desde el amanecer hasta que las piernas varicosas ya no aguantan más. 
    Y las mujeres de mi familia paterna son especímenes en extinción. Encarna, Sión, Nori y la tía María, siempre sentada frente a una mesa camilla en mis recuerdos. Las de carne y hueso se mezclan con aquellas a las que no conocí pero reconozco en mil historias que las vivas se encargaron de contar y transmitir. Hay mujeres de humo que murieron jóvenes y se convirtieron en leyenda. Y tienen una historia. Algún día. 

    Éramos muy pequeños y nos movíamos por las callejas sin coches con total libertad, con un perro sin raza como guardián y los ojos de todas las mujeres de la aldea pendientes. Cruzábamos de una casa familiar a otra haciéndonos con un botín de monedas, de galletas de nata hechas en cocina de carbón,  de caramelos de La Asturiana, con piñones,  pegajosos, a prueba de muelas.
    Y siempre había una parada en La Campera y una Mirinda compartida. En la barra no fallaban los parroquianos, con una pinta de vino, o un caldo si era invierno. No nos parábamos con ellos. Nuestro objetivo era la cocina. En la chapa de hierro siempre una cazuela, un pote lleno de café con su colador de tela de color indefinido. Y una de esas mujeres fuertes, de mejillas arreboladas por el calor de la lumbre y el frío de los prados donde llevaban las vacas, nos llenaba de besos y chucherías de pueblo, de las que alimentan.
    De esa cocina salía una escalera estrecha que llevaba al piso de arriba. En el segundo o tercer escalón dormitaba una gata vieja y gorda. No recuerdo si tenía nombre, porque esa costumbre de bautizar a los bichos no era de entonces. Dormía un sueño de anciana, pesado, sin sobresaltos. Nos ignoraba.
    Cuando anochecía, un pastor alemán sin pedigrí, entraba en el bar y cruzaba a la  cocina.  Una orden dulce de su dueña y agarraba por el pelaje a la gata y se la llevaba arriba.
    Nos habían advertido sobre perros y gatos y aquello demostraba que sólo el que no convivía con ellos, se creía aquellos cuentos. 
    También nos habían contado que las mujeres eran el sexo débil.  Más cuentos.

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