Milines

   

     En las ciudades,  dicen algunos, que no se lleva lo de los vecinos.  Dicen los mismos que es cosa de pueblos y de antes. Puede ser.
    Criada en pueblo, dejábamos la puerta abierta de casa desde que llamábamos al timbre hasta que llegábamos arriba, sin miedo a intrusos; merendábamos si hacía falta en casa de Rosario y Aurelio, los vecinos de puerta, cuando en casa se iban a algún recado urgente; gritábamos desde la calle: "Mamá,  tiranos el bocadillo, o la goma de saltar, o la chaqueta"; pedíamos azúcar y sal, pero también sillas en Navidad, una niñera ante una emergencia y si hacía falta cama para familia llegada de las Américas. 
       Pero en la ciudad, o al menos en algunos barrios de tiendas pequeñas y bares conocidos donde dejar recados, también con suerte, se encuentran vecinos. Y por eso hoy, le hago un pequeño homenaje a la mujer del noveno, a Emilia, o Milines, como ella prefería. 
       
      Conocimos a Milines al poco de llegar aquí y nos ganó con su forma de ver la vida. Siempre sonriente,  con un piropo preparado, una caricia para niños y perro y una risa contagiosa y cantarina,  la adoptamos o más bien nos adoptó.
     Milines, que había regentado durante años una librería del barrio,  hablaba conmigo en el portal, o en la acera,  de sus lecturas y sus escritos. Adoraba escribir poesía y seguía a rajatabla el rito semanal de cartearse con sus hermanos, a los que siempre tenía en mente. 
     Un día aproveché para pedirle que les escribiera una carta al grupo de 1° ESO que tenía aquel curso. Ella les contaría algo de su vida, ellos verían cómo se redactaba una carta de verdad y yo haría práctica una enseñanza teórica. Y dicho y hecho: les envió una carta con su letra llena de rizos, su caligrafía primorosa de hija de maestro y de una época en la que la letra se cuidaba con mimo. Ellos le contestaron y ella agradeció sus cartas como un tesoro.
     Así siguieron una serie de cartas que me convertían a mí en receptora de su vida, de sus temores y sus penas y alegrías.  Milines sentía la misma necesidad que tenemos otros de escribir y lo hacía por carta, no por blog, ni por FB, ni nada así,  sino a mano y echándole tiempo y tinta.

     Hace un tiempo, alguien que sabe mucho de escribir y que lo hace rebonico,  pidió un escrito con unas características y me vino a la mente Milines. Con todo el cariño del mundo y haciendo literaria  ( o al menos intentándolo) una vida, el resultado fue el siguiente.

       Mi vecina tiene 93 años y es muy menuda, en toda la extensión del término. Camina con gracia, ligera aún para sus años. El pelo corto, “a lo garçon, hija” como ella dice, porque así se lo cortó la sobrina de una amiga de la parroquia, cuando le dijo que lo quería como  la Audrey en sus tiempos mozos. Blanco, totalmente cano, ese color que embellece y resulta elegante en las mujeres de edad. A pesar de los años, no necesita para todo gafas, aunque sí para leer y revisar facturas, así que es habitual verla con unos lentes pequeños, de montura dorada, colgando de una cadenita metálica. Según han ido pasando los años ha ido dedicándole menos tiempo a la lectura, porque necesita un atril en el que sujetar el libro, pues tiene mal las cervicales y ya sólo puede disfrutar de la lectura de sus novelas en casa. No como antes, que siempre salía con un libro en la bolsa de malla y se sentaba en el parque a vivir otras vidas, o en un banco frente al mar si el tiempo la acompañaba.
       Viste de negro, de gris, algún toque de blanco y morado. Lleva luto desde hace bastantes años, en su indumentaria, pero no en su alma. Es coqueta y siempre adorna su vestimenta con algún detalle, un cinturón que ha resistido décadas en algún cajón de la cómoda; una cadena de oro de la que cuelga según el día un crucifijo, una medalla de la Virgen Niña que la acompaña desde su ya lejana Primera Comunión, un relicario con dos fotos; un broche con forma de mariposa, que siempre le han gustado los seres etéreos, como ella; un pañuelo de seda que heredó de su madre y se trajo del pueblo cuando ella y sus hermanos deshicieron la casa familiar.
      Llevaba pocos días viviendo aquí, cuando me crucé con ella en el portal por primera vez. Yo intentaba mantener la puerta de cristal y hierro abierta, haciendo equilibrios, para hacer pasar el carrito de mi hija, las bolsas de la compra, un paraguas mojado...sin perder la compostura;  y ella bajó  lo más rápido que pudo las escaleras para sostener una puerta pesada que se negaba a obedecer a las necesidades de una madre, que tras varios intentos había perdido la compostura famosa y el resuello. Recuerdo haber pensado que era realmente ágil a pesar de parecer que estaba a punto de romperse. Parecía flotar descendiendo aquellos seis escalones.
     En aquel primer intercambio comunicativo sólo me dio tiempo a decir gracias. Su voz de dicción clara, cantarina y alegre, que no se correspondía con aquel cuerpo pequeño y frágil,  me bombardeó con preguntas y reflexiones que estoy segura llevaba en parte preparadas tras tardes de soledad ;y en parte se le ocurrían sobre la marcha, porque como posteriormente descubriría, su lengua era rápida y la necesidad de cháchara que provoca el vivir solo, la llevaban a monologar descontroladamente cuando encontraba un interlocutor medianamente dispuesto a escucharla: cuánto tiempo lleváis aquí viviendo, cómo se llama la niña, y tú, tu marido que lo he visto varias veces pero no he dado tiempo a presentarme, tirar por esa silla, la familia lejos?, un buen barrio, los vecinos amables, algunos, las tardes en la parroquia, el perro, yo tenía uno pero él no quería  …
       Durante una década encontré muchas veces a mi vecina en situaciones similares. A veces, con mucha prisa, intentaba despacharla con cuatro frases, pero se resistía y según fueron aumentando sus confidencias, confiándome sus ideas, sus opiniones acerca del mundo, contando cómo era su vida, su familia, lo que quedaba de ella, aprendí a saborear esos momentos robados a la prisa. 
    Emilia de forma oficial, y Milines para el mundo es burgalesa de nacimiento y asturiana de corazón. Hija de un maestro de la República y de un ama de casa lectora que preparaba las clases de los chiquillos  sentada a la vera de su marido, Milines nació de la mano de una gemela idéntica, a la que un novio se llevó a Inglaterra y con la que se carteó todas y cada una de las semanas de los más de sesenta años que viven separadas. Milines nunca viajó a la tierra de “la inglesa”, como cariñosamente llama a esa hermana con la que comparte timbre de voz, corte de pelo y cuerpo menudo. Imagina esa tierra porque las cartas cuentan, describen, son largas, llenas de letras picudas y apretadas. Sueña con esa campiña que recrean las novelas que ella lee en su lengua y su hermana en la de Shakespeare y que luego comentan por escrito o por teléfono, una vez a la semana a la misma hora, sea como sea. Se han visto algunas veces tras la separación y los que las observamos vemos dos mujeres iguales, que visten de forma similar y ríen como los pájaros. Se acaban las frases mutuamente y dejan muchísimo sin decir porque son sus ojos los que hablan y en esas miradas no importan los acentos ni los años de lejanía.
    Milines conoció a su Alfonso en el pueblo. La cortejó varios meses  y pidió su mano a un padre ya preparado para tal evento porque la hija se había encargado de rogarle que consintiera , que ya estaba mayor para esperar, que necesitaba  hacer su vida aunque fuera lejos de las faldas maternas. Le recordó que su sueño de ser maestra no había podido ser y que en ella no había habido queja; le trajo a la memoria una vida modélica de hija servicial y dispuesta; le prometió estar cerca al primer llamado. Y cruzó el Negrón entusiasmada porque en su mente soñadora lo que la esperaba junto al mar iba a ser seguramente lo más parecido al cielo de su religión. Y así, la ciudad costera en la que acabará sus días se convirtió en su hogar y una librería de barrio en su día a día.
     Allí, en la trastienda del local atiborrada de papelería y a la sombra de un marido conservador, crió a Alfonsito como un niño mimado, fruto de un embarazo penoso. Aquel niño repeinado y pulcro se les fue poco a poco de las manos, entre caprichos y estudios. Milines esperaba  tanto de su pequeño que no vio llegar al adulto consentido y egoísta que bebía hasta el agua de los floreros, que disgustaba a aquella madre amorosa que se reprocharía siempre el no haber sabido hacerlo mejor, que sustraía dinero de una caja que no era boyante pero que daba para vivir.
Y así, durante años, aquella mujer que había querido vivir un sueño propio y que se conformaba con vivir de llamadas  telefónicas y letras, se vio dando que hablar en un barrio muy barrio, donde en las tiendas de toda la vida las miserias de un vecino se convertían en moneda de cambio, en chisme fresco con el que alimentar sobremesas. 
     La librería, de la que sólo se ocupaba cuando Alfonso se ponía enfermo, lo que en los últimos años había sido frecuente, le daba las alegrías que no le proporcionaba la vida familiar. Las horas muertas las pasaba leyendo textos que no leía delante de él, anotando frases que le llegaban dentro y que sumaban cuadernos de pauta que rellenaba con una letra barroca y apretada. Hablaba de libros con una maestra jubilada del barrio que le recomendaba lecturas, que a veces no tenía en inventario y que pedía a escondidas de aquel hombre bueno, pero débil de carácter, de espíritu, de salud. Escribía versos sin rima y comentaba películas viejas.
     Los ahorros de una vida se fueron perdiendo en desintoxicaciones, en alcohol barato, en vicios inconfesables y en enfermedades que pudrieron cuerpos y almas. De los dos. Sus dos Alfonsos fueron muriendo poco a poco y la dejaron viuda y madre huérfana en poco tiempo. Sin librería, sin dinero en la cartilla, sin ninguna ayuda.
     Y la Milines etérea se hizo más ligera si cabe. Gracias a sus amistades, cultivadas con mimo durante una vida de sonrisas, buen talante, piropos y caricias a todo aquel que la dejara acercarse, siguió viviendo en un piso que había perdido por las deudas, entre muebles viejos y trastos sin valor económico pero con todo el sentimental.
     Siguió escribiendo poemas, a su manera, y acumulando pensamientos, recuerdos, sueños en sus cuadernos rayados. Siguió yendo cada tarde a la parroquia a ayudar al que tenía aún menos que ella. Siguió saludando con voz cantarina a cada vecino del portal y del barrio. Siguió siendo coqueta como ella sólo sabe. Siguió hablándole al que quisiera escucharla de sus Alfonsos, de cómo la mala vida, los caprichos se habían llevado a uno; de cómo la debilidad, y la enfermedad se habían llevado al otro.
       En una década nunca la oí quejarse. Nunca. De nuestras parrafadas en la escalera, en la calle, a la puerta de su casa cuando le subía un libro o le pedía que me escribiera una carta para mis alumnos las dos sacábamos provecho. Ella conversación, eco a su voz, ver cómo alguien atesoraba todas sus historias. Yo optimismo, ganas de vivir, reconciliarme con la vejez, que no necesariamente es arisca, sino que puede ser dulce, alegre, positiva. 
      Milines vive desde hace un año y medio en una residencia. Sus piernas empezaron a flaquear y darle problemas. Vivir sola con el dolor físico se convirtió en algo más difícil que vivir con  la soledad y el dolor del corazón. Y tomó la decisión de irse a animar la vida de otros, a cuidar plantas que viven en cuartos de viejos, a contar historias y a escucharlas, a leer sus poemas al que quiera sentarse un rato a su vera. 

    Echo de menos la risa de Milines, su optimismo, su gana de vivir, el cariño que despedía. Sus palabras permanecen.

Comentarios

  1. Gracias, guapa. Con lectores como tú, se hace fácil exponerse.😙

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  2. BUFFF, qué llorera recordando esto. ¿sabes que hay un proyecto de correo postal entre los clubes de lecturas de bibliotecas de Asturias con los del resto de España (no con todos claro)? yo me escribo con un chico rumano de Cabañas de Sagra, no veas que emoción recibir su carta. Sin duda, las cartas, como los vecinos de verdad, son un tesoro.

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    1. Gracias, Bea, guapa. La verdad es que es una pena que no se escriban más cartas,porque la emoción de abrir el buzón y encontrar carta que no sea comercial o publicitaria o...

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  3. Jo... ya la quiero como si fuera una güelina más de eses que apetez achuchar y mimar como a una gatina inteligente y dulce.
    Mil gracies, Flor. Mil besos.

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    1. Elvi, eres generosa y sí, una güelina entrañable.😙😙

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