Encarna


Yo tenía una bisabuela pelirroja y pequeñita que se llamaba Encarna. Pero esa es otra historia. 



      En 1920 Encarna tenía 16 años, el pelo rojo y el cuerpo lleno de pecas, tantas que cuando no podía dormir, se entretenía en contarlas y poco a poco un sueño dulce se la llevaba a Francia, donde una vecina se había ido a vivir y a servir. Una nena "pinta la rama" como sus hermanas, Visi y Piedad. 
    Ya no iba a la escuela: sabía leer y escribir y era buena haciendo sumas y restas. Pero Angelina, su madre, quería que tuviera una profesión y como en la escuela del pueblo la maestra no se había esmerado en la costura, decidió mandarla a Mieres a coser con doña Berta, que daba clases a niñas y jovencitas en edad casadera, de punto de cruz, de flores rococó,  y aprendían a cortar patrones muy modernos, que traía una hija de Bilbao.
      Cada tarde, después de comer, cogía su labor y bajaba la cuesta en dirección a la villa. A veces, Visi iba con ella, porque tenía que hacer algún recado y atajaban por los prados, saludando vecinos que cuidaban el ganado... Cuando llegaban al barrio del Carmen se despedían y Encarna corría hasta casa de doña Berta, porque siempre llegaba tarde y la buena mujer, aunque paciente, la regañaba; pero poquito, porque era una alumna aplicada, que aprendía rápido y a la que de vez en cuando, le regalaba algún retal para que pudiera hacerse una blusa o una falda nueva.
Una de esas tardes, la clase de la modista acabó antes, porque doña Berta tenía que ir sin falta a un entierro. Y Encarna se encontró con tiempo y ganas de pasear. Bajó despacito la calle hasta el parque, que estaba lleno de gente sentada en los bancos y disfrutando del sol de un otoño que se estaba acabando. Se sentó junto a la fuente de los patos a disfrutar de su tarde y allí se le presentó el amor, con pelo negro, ojos oscuros, muy delgado, muy alto, muy enigmático y con una sonrisa tan perfecta, que Encarna, que había leído alguna novela de amor cuando su madre no la veía,  supo que ya no iba a dormir a pierna suelta nunca más.
    El resto del otoño y parte del invierno siguió bajando a las clases de doña Berta. Aprendió a coser con esmero, con puntada pequeña y puntada invisible, como invisibles fueron sus sentimientos en casa. Angelina la miraba de reojo, como miran las madres cuando huelen peligro; y a escondidas les encargaba a Visi o a Piedad que se enteraran de por qué su niña pequeña no miraba ya de frente, por qué pasaba horas ensimismada, por qué estaba tan pálida, tan ojerosa… 
    Pero Visi y Piedad, antes que hijas se sintieron hermanas y lloraron con desesperación al ver cómo Encarna esperaba tarde tras tarde a aquel que ya no volvió. El novio de Piedad, en la ferretería, entre tornillos y clavos, se enteró meses después de que había embarcado en Ferrol camino de otra vida.
    Y mientras tanto, Encarna enfrentó su suerte y su desdicha,la primera reacción de Angelina,  las habladurías de la familia, de los vecinos de siempre, con la frente alta y la barriga enorme. Dejó de bajar a Mieres y cosió en el patio de su casa toda la canastilla de su niña, que nació morena y menuda y no vio llorar a su madre nunca.

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